La enfermedad del poder

La salud mental determina que una persona es sana cuando mantiene un equilibrio con el entorno sociocultural, es decir, cuando tiene equilibrio racional y emocional.
06/06/2013 14:00 | Gladys Seppi Fernández
Entre las exigencias para desempeñar cualquier cargo, en toda jurisdicción y categorías, el aspirante debe presentar, al menos, certificados de estudios cursados, de idoneidad y, en especial, de aptitud física y mental.
Sin embargo, esta exigencia no existe para los cargos políticos. Es cierto que en ese campo se encuentran personalidades destacadas, capaces y hasta brillantes, pero suele ser el amiguismo, el parentesco, la cercanía, el asistir a reuniones partidarias o desempeñarse como hábil transmisor de propósitos que halagan y suenan prometedores lo que ha otorgado el pasaporte válido para ingresar en el mundo de la política.
¿Presentó la dirigencia política alguna vez los certificados exigibles a cualquier postulante? ¿A quién? ¿Quién se atreve a solicitarlos?
Grandes ruinas se han desencadenado a partir de esta negligencia evidente.
La salud mental determina que una persona es sana cuando mantiene un equilibrio con el entorno sociocultural, es decir, cuando tiene equilibrio racional y emocional.
La nueva ciencia de la Psicopatocracia estudia la enfermedad de los psicópatas que ocupan puestos de liderazgo.
En El poder y la enfermedad , David Owen, neurólogo y exministro laborista británico, analiza los costes del desequilibrio emocional de políticos como Richard Nixon y Boris Yeltsin, quienes han padecido el llamado síndrome de Hybris, cuyo rasgo determinante es “emborracharse de poder e incurrir en el iluminismo caudillista, aumentado por la adulación del entorno”. Esta enfermedad se distingue también porque quien la padece “no soporta ser criticado, se percibe imprescindible e insustituible para el lugar, ciudad, provincia o nación que dirige”, según palabras del mismo Owen.
A esto se suma su particular convicción de que lo saben todo, de que aciertan siempre en sus decisiones, que no necesitan a los demás, por lo que terminan separándose, desde lo emocional y lo práctico, de la realidad en la que viven; es decir, se ubican en un mundo irreal.
Poderoso deseo. Francisco Traver Torras, español, al estudiar el deseo de empoderamiento, se pregunta: ¿es que el deseo de poder, tan poco observado hasta hoy, carece de valor en las relaciones humanas?
Y se responde citando a Alfred Adler: “La voluntad de poder es tan importante como las pulsiones sexuales”, a lo que, siguiendo el orden de sus razonamientos, puede agregarse: tan vitales como posiblemente destructivas.
Veamos a propósito el caso de España. Quienes estudian la anomalía psíquica de la que suelen ser víctimas algunos políticos, consideran a José Luis Zapatero (foto) como uno de sus modelos y sostienen que los males que hoy sufre España son la consecuencia del accionar enfermo que tuvo cuando era presidente de ese país.
Entre sus argumentaciones, citan las siguientes características: cambios de humor y de rumbo, contradicciones, empleo descarado de mentiras, obsesión por las reformas, odio al adversario, compra de votos con el dinero público, torpeza en el manejo de los asuntos internacionales. La actitud suicida de quienes padecen esta enfermedad del poder –dice Traver Torras– lleva a su destrucción y arrastra irremediablemente al pueblo.
La arrogancia, un síntoma. En Argentina, muchos dicen en voz baja que tal o cual dirigente, gobernador, diputado o juez está enfermo o enferma; pero son demasiados los que, haciendo gala de total indignidad, bajan la cabeza ante el jefe, cierran los ojos, aplauden, caminan ciegos al abismo al que esta conducta lleva.
Algunos se preguntan qué pasó con determinado político que, arribado al poder, perdió la cordura. Otros refutan la validez de exigir certificados de salud mental antes de que asuman, porque es en el ejercicio del poder cuando cambian. Sin embargo, los estudiosos avisan que se puede anticipar la enfermedad de la Psicopatocracia a través de uno solo de los síntomas: la arrogancia.
Advierten, además, que ningún dictador sería posible si no la padeciera y se sumara a esa predisposición la veneración colectiva que tienen las masas frente al poder.
Cuando los que gobiernan padecen esta patología –favorecidos por el desvalimiento, la ignorancia y el desamparo de quienes los siguen– llevan, según nos enseña la filosofía de la historia, a que estos paguen las graves consecuencias de ser dirigidos o gobernados por líderes enfermos.
El descubrimiento de esta enfermedad extendida en el mundo –a la que se ha dado un nombre nuevo, pero que es tan vieja como las sociedades humanas– invita a estar atentos a sus síntomas en cualquier lugar en que se dé, a tomar conciencia de sus riesgos y a tratar de ponerle remedio.
*Escritora, especialista en Educación
El texto original de este artículo fue publicado el jueves 06 de junio de 2013 en nuestra edición impresa. Ingrese a la edición digital para leerlo igual que en el papel.

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