El bullying, una mala planta que se deja crecer

GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ (*)
Como a cualquier mala hierba que se deja crecer, el bullying hostiga hoy más que nunca la vida social y, sobre todo, la escolar.
Hablamos del maltrato de uno o varios niños o adolescentes a otro más vulnerable que, por sus características, se convierte en un chivo expiatorio sobre el que un ser impulsivo y descontrolado arroja un volcán de agresividad.
Es interesante conocer tanto la naturaleza del maltrato como las características del acosado y por qué se llega a ser un acosador.
El bullying puede adoptar la forma de amenaza de una persona sobre otra, sea niño, adolescente y aun adulto (tema de sumo interés que reclama tratamiento). Esa amenaza puede ser gestual, de palabra y de acciones, por lo general violentas.


En este caso suele producirse una cadena de perversidades que van in crescendo, estimuladas por la sensación de poder y fuerza que da abatir a otro, humillarlo y golpearlo sin piedad, contando, además, con el estímulo de compañeros que aplauden y vivan al golpeador haciéndolo sentir un héroe, a lo que se suman las filmaciones que los testigos realizan en sus celulares para dar cuenta de un episodio que luego se ha de reproducir entre los compañeros y por los medios sociales.
¿Qué se busca con este último acto? Divulgar para amedrentar más y dar solidez a la figura de quien se constituye en el protagonista que necesita ser el centro de la atención, el superhéroe de la jornada.
Este tipo de acoso se ha incrementado hasta desembocar en situaciones alarmantes en la escuela y las calles de hoy y puede terminar trágicamente: heridas graves, abandono escolar, homicidios y suicidios son el colmo a que ha llegado una epidemia social que afecta vidas, hogares y escuelas, cuya función se entorpece y se debilita en una confusión de sentidos que pide a los gritos medidas para ponerles coto, remedios que extirpen la mala raíz.
Se conocen las dolorosas, malísimas consecuencias del acoso o bullying. Falta ahora que los especialistas se enfoquen en las soluciones, que la autoridad familiar y ministerial lo enfrenten tomando decisiones que frenen un mal que es el emergente de desequilibrios sociales más profundos.
El niño –porque es en la más tierna niñez cuando se manifiesta su cruel inclinación– puede ser tanto el hijo de padres violentos que generan un clima de permanente hostigamiento hogareño como de padres que, al no poder brindar tiempo a la educación de sus hijos, compensan su abandono con regalos, consentimientos o una permisividad extrema. Los juguetes sobreabundantes aumentan los caprichos, apartan de la realidad y conducen a romperlos, tirarlos, abandonarlos. Una primera y alarmante manifestación de bullying.
El niño abandona de la misma manera que se siente abandonado; rompe de la misma manera que percibe inconscientemente que una parte de él está rota: disminuidas su sensibilidad, su autoestima, su seguridad vital.
Pero existen también niños sobreprotegidos que no aprenden a medir sus fuerzas, sus movimientos, sus acciones en la realidad. La excesiva sobreprotección paterna debilita su confianza básica y los vuelve torpes o excesivamente consentidos, engreídos.
Estos niños, al actuar con los otros, ejercitan incipientes formas del bullying, aunque su conducta puede pasar desapercibida para los mayores: siempre encuentran motivos para discriminar a otro, separarlo del grupo, cerrarle el ingreso a su lugar de juegos... en una palabra, excluirlo. Sus berrinches son anticipatorios de una conducta exigente que quiere todo para sí, sin esfuerzos y solicitado, generalmente, de mala manera.
Si se deja crecer esas actitudes se facilita el crecimiento de una personalidad acostumbrada a salirse con la suya, demandante de permanente atención y totalmente desaprensiva e insensible al dolor ajeno.
Es en la tierna infancia cuando se instala la mala planta del futuro maltratador, es durante la adolescencia cuando se manifiesta más agresiva y es en la adultez cuando el cónyuge, la familia y la sociedad sufren el descontrol y la irascibilidad de personas gobernadas por sus impulsos primarios.
Por eso la educación, el poner en palabras el amor a la vida –a la propia y ajena– y al milagro de la existencia, transmite las primeras lecciones que generan respeto por lo propio y por lo ajeno.
La educación enseña a elegir programas y a apagar oportunamente el televisor, teniendo en cuenta que se ha comprobado científicamente que la televisión naturaliza la violencia e insensibiliza a los menores.
En cuanto a la víctima del bullying escolar, suele ser un individuo apocado, retraído, que tiene miedo a los otros o, contrariamente, un niño o adolescente brillante que se preocupa por su crecimiento personal sin seguir a los pendencieros, provocando así su irritación.
Los adultos son responsables directos de actitudes que deben y pueden prevenirse apelando al diálogo y a ejercicios de negociación y sobre todo mirándose a sí mismos en el espejo de actitudes que se proyectan, como ejemplo, a los menores. Un bullying de los mayores que también exige ser tratado.
(*) Educadora. Escritora

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