¿Puede formar la educación seres compasivos y altruistas?

GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ (*)
En otras notas hemos hablado de la necesidad de fijar metas claras en educación que, además, sean conocidas y compartidas por quienes intervienen en ella: ministerios, docentes, padres y, fundamentalmente, los alumnos.
En esa línea de preocupación pensamos que es fundamental darle un alto fin educativo a la formación del ser, es decir, la transformación de los individuos sujetos a la educación en partícipes conscientes y activos de su desarrollo en pos de construirse como buenas personas. Y este propósito debe ser ubicado como la más alta meta a lograr.
Sabemos que es difícil. Reconocemos que exige superar graves inconvenientes; el mayor de todos, probablemente, cambiar los paradigmas adultos. Muchos dirán que éste es un propósito tan ilusorio como irrealizable. Se comprende porque es un tema que ha ingresado recientemente a la discusión de los grandes pensadores. Nunca como hoy se impone un gran cambio que oriente la necesaria formación de niños y jóvenes, nunca como hoy están tan amenazados la paz y el orden, el bienestar, las reglas de convivencia familiares y sociales.
En la situación que estamos atravesando, que ronda la descomposición del contrato social, miramos, casi desesperadamente, a la escuela, a la educación, y pensamos que es mediante su real cambio de rumbo que puede mejorarse la sociedad argentina, la que nos toca vivir y soportar y que dejaremos como herencia a los que nos sucedan.
No estamos solos en estas aspiraciones. Formar el ser persona, mejores ciudadanos a través de la educación, es un tema instalado en la escuela del mundo de hoy y también en la ciencia actual, que enfoca sus investigaciones a asuntos antes nunca tratados como la felicidad humana como estado de paz interior y plenitud, el manejo de las emociones y su influencia en la salud, los efectos nocivos del egoísmo en la vida íntima del individuo y hasta el altruismo como antídoto contra la depresión, la tristeza, el suicidio.
Las neurociencias se han puesto al servicio de ideas que exigen virar la dirección hacia nuevos, elevados, nobles fines educativos que ponen el proceso de formar el ser persona como núcleo de interés. La idea que nos transmiten sus recientes investigaciones y apoya nuestros fundamentos es que existe en la naturaleza humana un potencial para el logro del bien que hay que despertar. La auténtica felicidad depende de sentirse pleno y satisfecho consigo mismo y ¿no es ése definitivamente el mayor bien a que puede aspirar el hombre?
Todos somos parte de una gran familia y, aunque el egoísmo parece haberse adueñado de demasiadas voluntades, los efectos de su mala praxis dañan hasta al más cuidado. Es cuestión de advertirlo y movilizar las conciencias, teniendo en cuenta que ella despierta la mente y que ese cambio significa transformar el mundo.
El altruismo y la compasión (no entendidos como lástima hacia el otro sino como conciencia del bien común) son los grandes valores ausentes hoy. Bien lo sabemos los argentinos, a la vez que entendemos que cultivarlos es la única posibilidad de salvarnos.
Entonces, ¿por qué no orientar la marcha hacia fines más nobles, atentos a mensajes de los maestros que nos dicen, fundamentalmente, que sólo formando personas más buenas, nobles, altruistas y compasivas se puede lograr la humana felicidad?
¿Formar? ¿Cómo? ¿Quién puede hacerlo? Por cierto, a la primera célula social, la familia, le compete atender estas nuevas propuestas, pero es la escuela, la institución formadora por antonomasia, la que debe incorporar a sus diluidos fines el que debiera ser nuclear: formar individuos integrados que amen la vida, a los demás, que despierten al sentimiento de la compasión, a la práctica del altruismo. En definitiva, formar un ser humano completo y realizado.
En el intento podemos empezar por los cuestionamientos: ¿acaso ha dado resultado llenar la cabeza de los alumnos con datos que no saben transferir a un desarrollo pleno? Demasiados contenidos académicos y ausencia de cualidades humanas. Demasiadas herramientas sin usar y transformadas en nada.
La compasión es el sentimiento que nos permite sentir la propia vida en el otro, incorporarlo a la propia humanidad, entrar en relación con los demás. Se ha comprobado científicamente que el hombre es naturalmente compasivo, por lo que es cuestión de despertar ese sentimiento natural hoy tapado bajo un alud tecnológico mal empleado que distrae tanto a chicos como a grandes ausentándolos, volviéndolos indiferentes, ignorantes del que está a su lado.
Una gran reforma educativa podría reflotar el altruismo, sentimiento básico de la bondad. Enseñar a prestar atención, volver la mirada al aquí que tanto se abandona. Despertaría, así lo dice la ciencia, lo que está latiendo en el interior del hombre: una innata bondad, el deseo de ayudar, la capacidad de conectarse, la natural empatía. ¡Y cómo cambiaría la vida de todos si estas transformaciones sucedieran!
Es en el hogar y en la escuela donde deben cultivarse las emociones positivas cuyo conocimiento y exaltación se debieron a Daniel Coleman. Es allí donde se debe hablar –lo que es educar– sobre la felicidad como estado de satisfacción por lo que uno es y va logrando ser, como dicen, entre tantos otros, pensadores de la talla de Matthieu Ricard, que reclama: "En esta era de descubrimientos magníficos, las personas deben encontrar más equilibrio emocional, los colegios deben fomentar las emociones positivas, el protagonismo, el encuentro con los demás y la identificación y ayuda al que sufre; es decir, el altruismo".
Eduardo Punset invita a no seguir la corriente, a aclarar la natural nobleza de la mente, a evitar lo egoísta y competitivo, poniendo énfasis en la idea de que ser persona es, fundamentalmente, ser autoconsciente.
¿Se busca lograrlo en la escuela? ¿En la familia? ¿Por qué no empezar si vivimos una situación crítica y el cambio nos favorecería a todos?
Es una noble meta educativa que merece ser meditada, debatida. Y ojalá puesta en práctica.
(*) Educadora y escritora

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