Grandeza versus mezquindad







La grandeza de alma se relaciona con la verdad, con la dignidad y el crecimiento y se cultiva en el caldo de la nobleza del espíritu, se cuece en la bondad, se alimenta en el deseo de compartir y se sostiene en la generosidad del amor al otro. Podemos agregar que en los actos nobles no tiene cabida el egoísmo, menos la egolatría y mucho menos una ambición desmedida y enfermiza.

Y siempre hay más para sumar a una definición tan amplia porque la grandeza está hecha de amor, servicio y humildad, lo que supone la renuncia a los intereses personales. Vista así, nos preguntamos: ¿Es posible encontrar gestos de grandeza en nuestra época? ¿En quiénes? ¿Acaso podemos exigirlos o surgen espontáneamente?
Caminando a tientas podemos responder que en nuestro país y en todos los estamentos familiares y sociales faltan, al tiempo que urgen, los actos de grandeza.
Decimos que la grandeza puede cultivarse y dar sus frutos en cualquier ámbito. Si se trata del familiar, los esposos actúan con grandeza cuando renuncian a sus ansias de posesión y dan libertad al desarrollo del otro; los padres actúan con grandeza cuando orientan, educan siendo fieles a su más auténtica convicción, cuando no ceden a la tentación de actuar demagógicamente para ganar el cariño adulón de sus hijos, cuando priorizan su crecimiento, físico, mental y espiritual a la fácil tentación de darles todo lo que piden, satisfaciendo sus deseos aún antes de que sean expresados, sin tener en cuenta lo que realmente necesitan.
Existen hogares en que los actos de grandeza abundan: la firmeza que encauza, la disposición a dialogar que escucha planteos, la sinceridad con que se responde, el apoyo del conocimiento y experiencia, la búsqueda permanente del saber más para orientar mejor. Cuando los padres actúan de esa manera, ¡cuánto crece la autoridad y el respeto de los hijos! Un respeto que llega a su clímax cuando se es capaz de decir: ¡hijo, perdón, estuve equivocado!
El ámbito escolar puede poblarse de pequeños y formativos gestos de grandeza. Decimos que un docente actúa ejemplarmente cuando escucha a sus alumnos, atiende a las diferencias, se mantiene actualizado, y, llegado el caso, reconoce desconocer un tema y acepta el aporte de quienes se están formando. Cuesta mucho actuar con humildad, y una natural inclinación conduce a creer que se gana autoridad fingiendo seguridad o actuando con prepotencia, con un tono altivo y marcando distancias; sin embargo declaramos mejor maestro o profesor al que no abusa de su poder, respeta a sus alumnos en sus diferencias, sabe escuchar, estimular, reconocer las creaciones de sus educandos. Una actitud opuesta descubriría una absoluta mezquindad.
Sin embargo, lamentablemente, los actos de grandeza escasean en todos los ámbitos. Tal vez sea momento de recordar a Abraham Maslow, quien, al elaborar su tan difundida Pirámide de las necesidades humanas, graficó un camino posible para que el hombre ascienda en la satisfacción de sus necesidades. Entre sus estamentos fundamentales encontramos la base, más poblada, donde se dan las necesidades básicas de la alimentación, el sueño, el descanso; en el segundo estamento aparecen las necesidades de protección, abrigo y techo, en el tercero las necesidades sociales, de vinculación; en el cuarto, las de auto realización, es decir el cumplimiento y logro de la vocación, el llamado interior que puede o no ser escuchado y en el más alto, algo así como la llegada a una cúspide más estrecha porque son muy pocos los que llegan, el quinto, se da la plenitud de quien, lograda su satisfacción vital puede dar generosamente. Podemos encontrar en este lugar de privilegio a los artistas, los grandes maestros, los grandes conductores.
Al ascender, desde sí mismo, en el proceso que se inicia en un estado de primaria individuación, se produce el llegar a ser persona, lo que supone actuar ética y dignamente, sustentándose en sanos principios. Ser más y mejor ser humano.
Los actos de grandeza suponen algún tipo de renuncia: al orgullo, a la satisfacción personal de algún deseo, al sentimiento de autosuficiencia, a las ansias de poder. En la contracara de su dar y darse cae, abatido, el orgullo o la egolatría o algún interés pasajero y hasta mezquino, pero ¡cuántos beneficios proporciona!
Si se dieran con la debida frecuencia y se multiplicaran cambiaría la familia, la escuela, la sociedad y, por su suma, el país. Esta sí sería una auténtica revolución.
¿Se imaginan? Por sobre la codicia reprochable que empaña las vidas de tantos, por sobre las mezquinas ambiciones que hacen perder el rumbo y la valoración de las elecciones, se gestaría una nueva sociedad en la que cada jefe de grupo pudiera sentir la satisfacción de una conducción idónea, de una tarea bien cumplida, de haber respondido, a conciencia, con su deber.
Si se repitieran los actos de grandeza moral y espiritual, los buenos artistas, escritores, maestros, alumnos, padres, cualquier argentino que trabaje y luche y aporte sentiría el estímulo de ser reconocido y valorado; no se silenciarían méritos ni creaciones por temor a la competencia, a la sombra que proyecta algún otro más crecido, con más lucidez o mejores ideas y dones. Ganaría el país. Ganaríamos todos y cada uno de los argentinos porque nada produce tanto sentimiento feliz como trabajar motivado y con sano entusiasmo, dentro de una sociedad sana que todavía no podemos lograr.

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