¿Habrá cambios en educación?




Marzo está llegando a su fin y, a pesar de los tantos y repetidos reclamos sobre la necesidad de introducir cambios en educación, nada se sabe sobre ellos



Y claro está que no podría haberlos porque los cambios, los grandes, los reales, no las pinceladas que se dan año tras año a través de repetidas directivas, no pueden producirse por decreto ni por un acto de voluntad. Los cambios bajan por un lento goteo desde la cúspide del poder gobernante, desde las direcciones más elevadas, y se dan por una lenta y profunda sedimentación.
Está claro, entonces, que no es cuestión de hacer más escuelas ni de sembrarlas de computadoras y otras instrumentaciones tecnológicas ni de dar órdenes nuevas a los docentes.
La educación -se dice y es real- es la base del progreso de los pueblos. Pero no se trata de apretar las teclas de la computadora en pos de información, en el mejor de los casos, ni siquiera de pagar mejores sueldos a los docentes para que trabajen con la debida buena voluntad y disposición a dar lo mejor y más allá de sus saberes, sino de promover un cambio en el corazón mismo de quienes ejercen la más noble de las tareas reservadas a los humanos, cual es la de traducir el mundo a niños, adolescentes y jóvenes, despertando y orientando -y esto es dar en la médula- su propio deseo de aprender a aprender, su avidez de conocimiento, su cada vez más amplia lectura e interpretación del mundo.
¿Y esto cómo se hace? Solamente por la vía de la ejemplaridad del adulto. En la familia, los padres; en la escuela, los docentes; en la sociedad, los gobernantes.
Si alguno de estos núcleos de conducción está quebrado, si no funcionan las sinapsis necesarias en la comunicación de los saberes, el cerebro educativo no trabaja, se anula, y aunque se cumpla la asistencia diaria al cuerpo físico de la escuela la esencia se pierde en vericuetos que llevan a su disgregación.
Bien sabemos que, si se trata de ejemplaridad la que desciende desde el vértice gobernante, nada hay en lo que a educación se refiere más decepcionante, más desilusionante y mediocrizante que la idea central que hoy se transmite: todos somos consumo, valemos por ser el homo consumens, y para lograrlo hay que tener dinero, mucho, a cualquier costo, más allá de lo que los nobles fines de la vida humana necesitan porque la codicia exacerbada es una perversa maestra.
Por otra parte, si la educación debe ser y es búsqueda de la verdad, la científica, la que por vía de la noble intuición se advierte y bulle en el inconsciente colectivo, mucho se hace y se logra para desvalorizar y desanimar esa búsqueda que en nuestro país se evidencia a los educandos y a la desmoralizada población como infructuosa, cuando no inútil.
¿Acaso hay verdad entre quienes al ejercer la tarea de dirigir, reglamentar e impartir órdenes entre los docentes lo hacen desde la comodidad de las oficinas, desde el despacho de funcionarios que no han vivido ni viven la escuela, ni sufren sus alteradas palpitaciones ni saben escuchar a los que las sienten y sufren en cada contacto áulico? Todavía no tenemos el gran cambio que significa ubicar en los estamentos educativos superiores, en las direcciones de escuela, supervisiones, despachos de secretarías y ministerios educativos, a gente que haya caminado las difíciles sendas, el dificultoso tránsito de educar. No se estimula a maestros y profesores destacados por su capacidad de dar, de crear, de buscar saber más. Todavía no existen en nuestro país -y ése sería el comienzo de una verdadera revolución- premios a quienes se desempeñan con cuerpo y alma en la tarea de educar en el aula, los debidos ascensos que son reemplazados por nombramientos firmados por el amiguismo, el compromiso político, el acomodo, sin considerar la preparación e idoneidad.
¡Y cuánto mal se hace! ¡Cuánto irrita la voluntad de crecimiento del docente y hasta su misma vocación de dar y darse esta injusta situación!
Lo que sucede es que quien no lleva el espíritu de la escuela en su historia personal, quien no la ha transitado y por lo tanto no la ha sentido o no la siente, no la ha sufrido ni gozado o no la sufre y no la goza, no puede entender, lógicamente, sus necesidades, sus búsquedas, los cambios que necesita. No puede legislar, ni dar órdenes ni orientar, porque simplemente no la conoce.
Aparte de ese gran cambio que aún no se da en nuestro país -es decir, la profesionalidad de su dirigencia, que en este caso significa idoneidad educativa-, debe pensarse que la educación del pueblo, de sus niños, de sus adolescentes y jóvenes, aun de los adultos y más que adultos, la auténtica formación que conduzca al individuo a la refundación permanente y voluntaria de su propia construcción como persona de bien, se fragua en la escuela de la vida, en la escuela familiar y en la escolar, que debe saber adónde se dirige, qué quiere, cuáles son sus reales, conocidos y aprobados objetivos.
¡Qué lejos estamos de haberlo discutido siquiera! ¿Qué tipo de persona se quiere formar, qué ciudadano, qué hombre? ¿Qué competencias son básicas para su desempeño como ciudadano que sume al país, al orden social, al bien común y a su propia felicidad entendida como logro, satisfacción y sentido de plenitud? Son preguntas que arden en la conciencia del docente en cada clase impartida a alumnos cada vez más distraídos y abúlicos, en cada recreo marcado por violentas rebeldías, en cada expresión de rechazo de los alumnos, en cada "ufa" con que reciben la lección escolar.
No puede reemplazarse -como hoy se hace- la demanda de conocimientos básicos y necesarios para la vida por la escolarización de multitudes sin reales objetivos formativos e instructivos.
Teniendo en cuenta que la movilidad social, la inserción en el mundo laboral, la reproducción del capital, dependen del conocimiento y éste de la participación consciente del educando en su proceso de aprendizaje; teniendo en cuenta que el bien de la nación, la sana convivencia y el progreso de sus habitantes dependen de la educación de sus agentes, urge que como pueblo exijamos una dirigencia proba, capaz, sensata y con un alto nivel de formación humana.
Sólo desde ese pináculo puede darse una docencia capacitada y siempre actualizada, por lo que es imperativo que quienes van a dirigir el destino de las nuevas generaciones sean personas de vocación que trabajen en instituciones sanas, estimulantes y optimistas, cargadas de fe en el poder del docente, que es decir en el poder de la educación, del cual depende la grandeza del país que todos estamos anhelando.

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