Los adultos y la inconsistencia educativa


“Tememos a los adolescentes que hemos maleducado y cuyas malformaciones
son producto de la debilidad de los adultos, de su falta de certezas.” 
Pilar Sordo

      Hace algunos años, en una de las primeras notas que escribí para La Voz del Interior,  “El miedo a los alumnos”,  me referí al tema  a que hace referencia el título que preside este artículo. Tiempo después, envié al diario Río Negro “Educar es también frustrar” en la que vuelvo sobre un tema muy preocupante para quienes desean la mejor formación humana de las nuevas generaciones.
      Inspirada tanto en mi larga experiencia docente y en la de madre de hijos adolescentes, como en lecturas que venían a apoyar lo que intuía como verdadero, pretendí hacer llegar a mis colegas  y padres una voz de alerta que Jaime Barylko desarrolló en su libro “El miedo a los hijos”, con la pretensión de  extenderla  a la escuela donde empezaba a imperar, manejar y hasta organizar las tareas un sentimiento subrepticio de temor a los alumnos.
    ¿Cómo se manifestaba y se sigue dando ese miedo que conduce al deseo, diríamos mejor, a la necesidad de ganar sus voluntades, de hacerse “el docente amigo”, “piola”, “de buena onda”? Ganar los  atributos con que los alumnos distinguen al docente que les hace fácil y placentera una materia en la que se exige el mínimo esfuerzo, estudio, dedicación para aprobar, se transformó para muchos, en un objetivo a cuyos pies rindieron vocación y hasta principios.
       A otros que sostenían altos ideales  y fuerte vocación, les empezó a apretar el mote de “viejo/a anticuado/a” y otros calificativos oscuros opuestos a los que  sostenían la idea demagógica  de que “no hay alterarse intentando lo imposible ya que si los padres maleducan a sus hijos, les dan con todos los gustos, los cubren de cosas al menor deseo, y nos les exigen esfuerzos para nada porque es más simpático resolverles sus problemas… ¿por qué los docentes vamos a ser los cucos?”
      De esa manera,  la mayoría de los maestros y profesores fueron dejándose ganar por la idea de que es mejor hacerse  buenos amigos de los chicos, ser simpáticos, tolerantes, darles confianza, y yendo por lo fácil, los dejaron hacer a su gusto, los dejaron pasar sin que se esfuercen, sin que sepan nada de la materia, en un ejercicio, muchas veces inconsciente de irresponsabilidad que no hizo otra cosa que sembrar más irresponsabilidad.
     De esa manera  hasta los actos escolares se fueron convirtiendo en  una copia de los espectáculos televisivos ya que es lo que más gusta y resulta fácil a los alumnos, y entonces también en la escuela se impone el baile de niñitas desde el jardín de infantes y la primaria hasta llegar a la secundaria, y con esa práctica, por cierto, se dio la exaltación de lo externo, de la armonía de los cuerpos, de habilidades, que son buenas, ¡quién los discute!, en su oportunidad y lugar adecuado. Desde muy tierna edad  la atención escolar se desvió hacia el lucimiento de lo exterior, de  vestimentas,  movimientos que son mejores cuanto más provocativos.
     En los viejos tiempos, el de los abuelos más que el de los padres actuales, posiblemente, lo importante era mostrar las habilidades adquiridas en el aprendizaje y hasta inclinaciones, como es recitar poemas de memoria o hacer representaciones teatrales u otras maneras de poner en evidencia los progresos escolares, lo que llenaba el corazón infantil y adolescente de entusiasmo  y ofrecía la posibilidad de aportar destrezas interiores, actuar creativamente y ser  protagonista.
     ¿Será que eso es pasado y pisado? Mucha inteligencia se demostraría si aprendemos a integrar lo bueno legado con lo que nos ofrece la hora actual sin perder la necesaria visión del largo plazo, tiempo en que se recogen las consecuencias de lo que forma la personalidad y, con ella, el destino de las personas.
      Es decir, si bien sabemos los adultos que la formación de hábitos y de allí el carácter actual anda  muy debilitada y que antes, mediante la disciplina,  se lograban individualidades  robustas, resistentes, luchadoras, ¿por qué  no adaptar a los nuevos tiempos paradigmas que sostenían valores como el sentido de la responsabilidad y el esfuerzo? 
       ¿Cuándo comenzó la debacle actual  que puso a gobernar- en todos los órdenes y desde arriba hacia abajo- a  los menos aptos, a los que menos saben?  Dicen que hubo un psicólogo cuyo nombre no deseamos recordar que puso la educación de patas arriba, diciendo solamente,-¡y qué fácil fue seguirlo!- que había que ser amigo de los más chicos, diluyendo con otras premisas como ésa todo principio de una bien entendida autoridad. 
       Como a toda causa le sigue su efecto, ya desde hace unos 15, 20, 30 años empezó a   insinuarse una problemática que hoy se ha acentuado con sus evidentes y dolorosas consecuencias, de tal manera que, si en la generación en que los hijos de los abuelos de hoy eran adolescentes ya se veía y preanunciaba que a nada nuevo conduciría la demagogia familiar y escolar  que había empezado a imperar, hoy se sufren los desastrosos resultados de esa visión de  tan  escaso alcance, esa actitud facilista que ha transformado a los hijos y a los alumnos de hoy en los que gobiernan y a cuyo gusto y capricho infantil se orienta la vida familiar y escolar. Y hasta social.
     Indudablemente, los adultos hemos perdido autoridad y según los estudiosos del tema, esto ha sucedido, -tal como en todo tipo de conducción social- por falta de certezas, por falta de convicción en el trabajo que se realiza, y sobre todo, porque no se asume la tarea fundamentalmente formadora de las nuevas generaciones que es competencia y responsabilidad de los adultos.
     Hace falta mucha fortaleza moral para mantenerse firme ante las protestas de los hijos  y de los alumnos, pero, ¿es que acaso no es en el ejercicio de la paternidad, de la docencia donde debemos probar que se nos formó en el reconocimiento y aceptación de límites, en la búsqueda de cierto grado de convicción, en  la responsabilidad de formar?
   Bien sabemos, aunque sea muy internamente, que nada se aprende sin esfuerzo y que facilitándoles la resolución de problemas  a los menores en aquello cuya realización pudiera reportarles los beneficios de  un buen y necesario aprendizaje, lo único que logramos es arruinarles su futuro. 
     Por eso, y que aunque tengamos que soportar la muletilla “¡qué mala onda tenés!”, debe primar la obligación de recuperar buenos hábitos para que la memoria de cada individuo registre las emociones que la construyen y dan solidez  a través  del hacer por sí mismo y para sí mismo.
        Idéntica solidez y fuerza necesitamos los adultos para enfrentar el insoslayable  acto de educar, lo que es decir formar, ya sea en la escuela o en el hogar.
                                                Gladys Seppi Fernández

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