Hacerse cargo, una nueva propuesta educativa


¿Cómo me educaron a mí? ¿Cuáles eran los fines de la educación, mis modelos, en mis más o menos lejanos tiempos? No hablamos de los frutos que legaron las maestras sarmientinas, sino de los que podemos medir y hasta vivenciar, en nosotros mismos, como personas y ciudadanos.

Si los mayores argentinos nos dispusiéramos a contribuir con un real, ¡y tan necesario!, cambio educativo, debemos empezar por preguntarnos: ¿cuál fue el resultado de la educación que yo recibí?¿Cómo soy yo y cuál es mi desempeño como padre o madre de familia, como ciudadano?
Se ha idealizado exageradamente sobre la educación de tiempos pasados pero en cuanto a lo que alcanzamos a medir los sobrevivientes de esa era, desde los que somos abuelos a los padres más o menos mayores de hoy, y en un arranque de autenticidad, sinceridad y libertad, podríamos sacar algunas conclusiones basándonos en preguntas agudas y hasta inmisericordes, cuyas respuestas podrían iluminar la educación que hoy se busca:
¿Cómo me educaron a mí? ¿Cuáles eran los fines de la educación, mis modelos, en mis más o menos lejanos tiempos? No hablamos de los frutos que legaron las maestras sarmientinas, sino de los que podemos medir y hasta vivenciar, en nosotros mismos, como personas y ciudadanos.
Tal vez la primera respuesta que se nos acerca es que la escuela era y dependía de cada maestro. Los tuvimos, pocos o muchos, maestros y profesores que amaban lo que hacían, que se daban con cuerpo y alma al acto de transmitir saberes y conductas, que nos contagiaban de optimismo porque su mensaje fue: el mundo es maravilloso y todos sumamos o restamos. Y esa actitud contribuyó en gran medida a nuestra formación.
Pero también hubo de los otros: los que no se hacían cargo de su noble misión, los que se molestaban poco indicando lecturas que iban de un “desde” a un “hasta” fijado sin sentido, los que incentivaban la memorización, los que no acicatearon para nada el razonamiento.
Hubo escuelas que aportaron al crecimiento de la vida de nuestros padres, muchos de los cuales no están. Pero también escuchamos decir a algunos que en su escuela sufrieron la discriminación, que predominaba el acomodo, que los alumnos de una cierta clase social, recibían con anticipación hasta las copias de exámenes y que de esa manera aprobaban porque lo importante era recibir un título que les abriría las puertas a un trabajo en la administración pública. Hay textos que revelan la existencia de la recomendación y hasta cartas: “aprobá a fulano porque es mi sobrino o hijo de…”.
Tratamos de recordar si los alumnos de tiempos pretéritos conocíamos los fines educativos, el por qué de la escuela, de cada materia; si nos habían inducido a preguntarnos sobre lo que cada uno quería ser y hacer en el futuro, y, sobre todo, si habían destacado la importancia de educar la responsabilidad personal, una asignatura ausente en nuestra formación y en general ( siempre caben las honrosas excepciones), la idea de que cada uno debe hacerse cargo de su destino, de que cada uno está en un proceso de construcción del que es el principal gestor.
Nos preguntamos cuándo fue y si no fue en nuestros tiempos escolares cuando se inició el vicio de la copia, del dictame porque no sé nada, de las trampas que hacíamos- ¿o nos hacíamos?- para lograr aprobados inmerecidos. Y haciéndonos estas preguntas llegamos a los tiempos de hoy.
¿Acaso somos ajenos al facilismo instalado?, ¿Acaso no son los mayores, los padres de hoy los que pelean por rápidos aprobados, por los pases de grado y de curso inmerecidos? ¿Acaso no sufrimos como sociedad la mediocre formación, la falta de idoneidad en el ejercicio de profesiones y oficios que en un círculo sin fin, ya instalado, recae y perjudica a todos y cada uno de los argentinos, los mismos que aplaudimos la falta de esfuerzos interminable?
 
Y de los perjuicios, ¿quién se hace cargo? Sufrimos la falta de responsabilidad de grandes masas de argentinos entre los cuales hay demasiados, intolerablemente demasiados personajes subidos a los cargos de conducción. Como contrapartida están, claro que sí, los afanosos, trabajadores responsables, estudiosos que se superan, gente que da con vocación y ejemplar espíritu de servicio. Y ése hálito nos sostiene y hasta nos salva del derrumbe.
Pero hace falta que sumemos, que seamos más. La mayoría. Es necesario que haya más y más argentinos responsables de lo que hacen, de la misión que deben cumplir. Y esa operación sumatoria debe encomendársele a la escuela, que sustentar un fin esencial: que cada educando se inicie en el camino del encuentro consigo mismo, con lo que es, con lo que quiere ser, con lo que le permita su propio despliegue y crecimiento. Eso debiera hacer la buena escuela que aún estamos esperando: enseñar a los adolescentes y jóvenes a enfrentarse a sí mismos, a descubrirse en su valor personal, a admirarse y respetarse como ser único, diferente y a proyectarse a la entrega de sus logros personales, a la sociedad de la que forma parte. Fortalecer esta actitud vital, posiblemente ignorada por la escuela del pasado y escandalosamente ausente en la del presente, vigorizar la respuesta ética del me hago cargo y a nadie culpo sino a mí mismo, debe ser el fin y el resultado de una nueva educación.
La necesitamos. Cada uno para sí. El país, para todos.
 

Gladys Seppi Fernández.

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