EL FANATISMO Y LA RUINA DE LOS PUEBLOS


“El error, la mentira, el fanatismo y el embrutecimiento, causarán para siempre el abatimiento, la ruina y la miseria de los pueblos”.
                                                                                                              Mariano Moreno

     Grandes males morales suelen atrasar el desarrollo de los pueblos. El fanatismo, de cualquier índole, es una lacra que al atacar a pequeñas o grandes porciones de la población, anula las posibilidades reales de su crecimiento y proyección hacia un futuro más prometedor.
    ¿Qué es el fanatismo? El fanatismo es una especie de ceguera mental, de obcecación que atenta contra la capacidad de razonar, de discernir, de elegir y obrar con un juicio crítico propio, sano, abierto a la posibilidad de ver y considerar las múltiples facetas y puntos de vista que ofrece el mundo de hoy. Este sentir fanático  suele encerrar al individuo en una idea inamovible, en una pasión irracional, en un sentimiento exacerbado, en una visión obstruida que le impide discutir propuestas, recorrer y evaluar posiciones diferentes.
    El fanatismo supone una posición de encierro que nos recuerda al “caballero de la armadura oxidada”, personaje de la novela homónima de Bod Fisher, que se aprisiona a sí mismo en una sólida armadura que le impide ver la verdad hasta que finalmente y ante los males que provoca su ceguera, decide y logra deshacerse de su encierro, y, en libertad, se asoma al conocimiento de los demás,  transformándose en mejor persona. De regreso a la consideración de su propio valor, el caballero adquiere la capacidad de ver lo que antes no había podido  y se abre al enriquecedor diálogo con los demás. 
  ¡Cuánta necesidad tiene nuestra república de multiplicar caballeros que  se despojen de su armadura oxidada! Lo que quiere decir de una idea hegemónica, impuesta, masificadora y servil a propósitos  que pueden ser muy mezquinos sin que se llegue a reparar en ello. ¿Por qué? Porque los fanáticos muy poco pueden hacer para advertir el peligro de ser conducidos  a actitudes que van desde la obsecuencia hasta hechos violentos e irracionales.
      Los males provocados por estos individuos intolerantes son conocidos por todos: el religioso, empecinado en su propósito de imponer una creencia, ha provocado guerras, crueles matanzas, terribles quebrantos a la humanidad. La llamada Santa Inquisición produjo  abominables muertes  durante la Edad Media persiguiendo y torturando a quienes consideraba brujos y ateos. Y estos actos, que creemos enterrados con el pasado, siguen sembrando  el terror en nuestros días en nombre de algunas religiones, como la Islámica, que destruyen, matan inocentes en todo el planeta. 
    La intolerancia se agrava al calor de la pasión, y la pasión, que es ciega, puede estar dirigida a una creencia, como en los casos mencionados, a una idea como la que llevó a los nazis a matar a millones de judíos, a un partido, a un club, a un dirigente político, a un deportista, a un cantante, a un artista, y derivar en una conducta compulsiva imbuida de rencor contra quienes se atrevan a rozar con la duda su posición dogmática.
          La intransigencia ideológica se ha derramado como lava hirviente por nuestro país y está intoxicando a los cerebros de las mayorías. Encuentra su cauce en la ignorancia, en la inseguridad personal de los sujetos, en la necesidad de aferrarse al valor de otros, pero, sobre todo, crece por la incapacidad, por la falta de discernimiento que sólo proviene de una buena educación, cuyo objetivo esencial es adiestrar los mecanismos de la razón, para saber enfrentar los cambios de posición, desplegar la inteligencia, habituarla a movilizarse, a romper esquemas fijos, a observar y analizar los problemas desde diferentes puntos de vista y comparar, sintetizar y sacar conclusiones. 
    Una mente enriquecida por la educación, ejercitada en la formulación de hipótesis que se deben comprobar, formular y explicitar, muy difícilmente caerá en una mirada restringida, en una idea fija, en la sumisión a una autoridad prepotente, en la adoración a ídolos y mucho menos en actitudes incontroladas en las que el desbande del mundo emocional puede llegar a su clímax.
      Desde el sano respeto que despiertan personalidades destacadas, es natural pasar a la admiración y al amor por un maestro de vida y hasta la reverencia, pero cuando se llega a la obsecuencia y a la idolatría se tocan los límites de graves patologías. Los propensos a fanatizarse caen en una extrema idolatría y transforman en sus ídolos a Maradona, a Messi, a Luis Miguel, a Tinelli, por decir pocos nombres.
     Hace falta buscar claridad para separar los méritos indudables que tiene cualquiera de estos personajes, pero como todo ser humano tienen sus defectos, algunos realmente graves. Con un fanatismo ciego suele considerárselos a uno u otro el representante máximo del ser argentino, restándole méritos a otros valores que debieran exaltarse y estimularse porque hacen al progreso real de los pueblos, como son los de científicos, estudiosos, investigadores y creadores, docentes que dan los más y mejor en su tarea, alumbrando y orientando destinos, al médico que salva vidas, a obreros sacrificados y  tantos otros oficios.
    De la misma manera necesitamos reflexionar sobre la adhesión que enajena y masifica a los jóvenes en los recitales artísticos. Una cosa es respetar, admirar, apoyar a quienes manifiestan talento y otra es dejarse llevar por la marejada de un sentir colectivo de idolatría que prosterna, somete y apaga la propia manifestación del ser único que anida en cada ser humano. Asociarse con un pensamiento y sentimiento masivo significa anular la intimidad de cada persona, de su capacidad de razonar, de mejorar y crecer individualmente.  
     En resumen, fanatizarse, significa adormecer el tan necesario juicio crítico que permite elegir y optar por lo que es realmente mejor para cada uno y el país. El hombre, el pueblo que maduran son capaces de cambiar y manifestar errores.
                                                  Gladys Seppi Fernández

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